Consejos vendo y con el mazo dando

El pasado lunes fue el Día Mundial de la Salud Mental y las redes se llenaron de imágenes y mensajes de apoyo a la causa. Que no digo que no esté bien, pero estaría mucho mejor demostrar lo mismo a pie de calle.

Y es que es muy bonito lo de «respeto para todos y ayuda para el que la necesite», pero luego damos mazazos como panes. No voy a entrar en lo de «¿estás mal?¡No estés mal!» porque se cae por sí solo, pero sí voy a entrar en cosas que he ido observando últimamente.

Resulta que llevamos casi 3 años de realidad paralela en los que la ficción ha quedado en un chiste. Decían que íbamos a salir mejores y por lo que veo lo que hemos conseguido es añadir a nuestro currículum, además de expertos en crisis sanitarias y presidentes del gobierno, ser el mesías que todos los de nuestro alrededor estaban esperando como agua de mayo.

Entiendo que es difícil el ejercicio de contención, que decidirse entre morderse la lengua y quedarse a gusto es complicado. Quizás sea por eso por lo que hay gente que dice: «si me permites que te dé un consejo», que te dan ganas de contestar: «pues miraaaaaaaaaaaaa, no», pero te callas por educación y porque sabes que da exactamente igual lo que digas. Es más, si dices: «no, gracias», la respuesta va a ser: «¡ay! Si te lo digo por tu bien». No perdona, no lo dices por mi bien, lo dices porque si no lo dices, revientas. No sé por qué extraña razón nos vemos en la necesidad de solucionar los problemas de los demás. Nos vemos en la necesidad y creemos que tenemos el derecho de hacerlo. Hay gente que quiere arreglar tu vida y tú piensas, ¿te has mirado tú la tuya?

Me he dado cuenta de que no sabemos escuchar. Intentamos convencernos de que sí, pero no. No sabemos escuchar, sabemos juzgar. Confundimos dar consejos con juzgar. Emitimos juicios que en la mayoría de los casos no le interesan a nadie, por cierto. Todos sabemos qué nos van a contar antes de que terminen de hacerlo. Sacamos conclusiones de lo que la gente cuenta porque nosotros una vez vimos, escuchamos o nos pareció entender. ¿Por qué? Pues porque pensamos que sabemos más de las personas y sus vidas que ellos mismos que son los que las viven.

Hay frases que deberían costar dinero. Frases del tipo:

  • Eso ya lo sabía yo.
  • Te lo dije.
  • Tú lo que tienes que hacer es…
  • Eso te pasa por…

En la mayoría de los casos no sabíamos las cosas ni dijimos nada, seguramente por miedo a equivocarnos, lo que pasa es que es muy fácil quedar bien a toro pasado. Casi nunca sabemos lo que tiene que hacer la otra persona y nunca deberíamos culpar a alguien de lo que le pasa ni hurgar en la herida. Debe de ser que entre la empatía y el regocijo personal hay una línea demasiado fina.

Por supuesto que no se puede medir todo lo que se dice, siempre podemos hacer daño sin quererlo porque es muy difícil dar con el umbral de dolor del otro, pero eso no me vale como excusa para no medir lo que sí tiene medida. ¿De verdad no vemos el peligro de decirle a alguien «eso no tiene importancia»?¿Es necesario que cada vez que alguien comparte un logro le digamos que a nosotros nos sale mucho mejor y con mucha más facilidad?¿Es necesario que cuando alguien cuenta un problema le digamos que no es nada en comparación con lo que nos pasa a nosotros?

Sigamos empeñándonos en hacer pensar que los listones son los que determinan lo que valemos, sigamos empeñándonos en hacer pensar que para valer hay que ser y estar mejor que otros.

¿De qué sirve poner una foto de apoyo en las redes si en la vida real, en el tú a tú, seguimos poniendo palos en las ruedas? Luego nos extrañamos de que la gente no cuente las cosas, luego nos llevamos las manos a la cabeza cuando pasan las cosas que pasan.

Los Reyes son el archivo de RTVE

Era la tarde del día de año nuevo de 1992. En casa todavía teníamos el vídeo Beta (siempre hemos ido a la zaga en cuanto a tecnología se refiere) que servía a mis padres para grabar todo lo que se les ponía por delante.

Esa tarde echaban en TVE la representación de la obra “La venganza de la Petra” de Carlos Arniches y la cinta pasó a ser parte de la colección. Mejor dicho, pasó a ser la joya de la corona. Yo apenas tenía 5 años y no sabía lo que era el teatro, pero me hacía mucha gracia ver a esos señores vestidos como en las fotos antiguas hablando raro en escenarios que se movían. A mis padres, que entendían mejor los diálogos, les encantaba y se reían cada dos por tres.

La vimos todos los fines de semana durante mucho tiempo hasta que mi hermano, que había desarrollado un interés especial en la técnica del rebobinado, se la cargó. Gran parte de la obra eran rayas blancas y negras, sólo se salvó el principio, partes aisladas del nudo y muy poquito del final. El disgusto de mis padres fue mayúsculo, pero no había mucho que hacer a esas alturas.

Después de muchos años la pasamos a DVD para conservar al menos lo que quedaba y de vez en cuando la poníamos más por nostalgia que por otra cosa porque, aunque nos sabíamos los diálogos de memoria, las imágenes no estaban. Un día decidí no ponerla más porque mis padres siempre se lamentaban de haberla perdido y si no la veían, por lo menos, no lo harían. O eso creía yo, el lamento ha sido recurrente en estos 25 años que hará que se estropeó.

Siempre he tenido la ilusión de conseguir algún soporte en el que estuviera, alguna mediateca donde la tuviesen disponible, cualquier cosa que nos permitiese verla, aunque sólo fuera una vez. En 2014 me puse, lo que se dice, manos a la obra y contacté a toda persona y entidad que se me ocurrió. RTVE, el teatro, asociaciones, registros, los actores a los que pude encontrar. Lo cierto es que nadie me contestó, sólo me ayudó el actor Javier Lara, al que le cayó la pregunta de rebote, que me mandó la reseña de la obra en el INAEM, pero no encontré forma fácil de acceder a ella para una persona que no es del gremio.

En cierta forma perdí el entusiasmo, pero no la esperanza y cada cierto tiempo volvía a poner el título en el buscador por si acaso había alguna novedad. De repente el día de año nuevo 29 años después la encontré en el archivo de RTVE. No sé ya si le tocaba pasar del mundo físico al virtual o si han adelantado la cita de tanto como he dado la tabarra, pero sólo puedo dar las gracias y no me cansaré de darlas.

Sabíamos que los Reyes de este año iban a ser diferentes porque las prioridades son otras, pero no imaginaba que iba a poder hacer, probablemente, el regalo que todos estábamos esperando. Hasta mi hermano ha respirado, me da que por el sentimiento de culpa que se le quedó.

No sé si mis padres entenderán y valorarán la constancia que le he puesto porque ellos creen que consiste sólo en pedir que suban algo a Internet y ahora ya nos parece todo muy sencillo, pero creo que en el fondo me da igual.

Mi ilusión era tenerla antes de que mis padres faltasen para poder verla todos juntos y espero que esto no sea presagio de nada, pero hoy hemos desayunado roscón con chocolate viendo “La venganza de la Petra” en silencio para no perdernos nada.

Hoy aquél hablar raro me ha sonado al acento castizo y chulo madrileño que tanto me gusta, hoy he vuelto a ver a “la Petra” vengarse entendiendo todos los diálogos. Hoy he visto a mi padre decir asombrado: “pero si es la auténtica”. Hoy hemos vuelto a reírnos cada dos por tres. Espero que los Reyes nos hayan traído también tiempo para reírnos muchas veces más, como hicimos en el 92.

Os dejo el enlace, por si os gusta el teatro.

Con 2020 a otra parte

El día que muchos han deseado durante 9 meses y medio se acerca. Sabemos que el cambio de año no es tanto como parece, pero cualquier cosa por arrancar la última hoja que le queda a 2020. Confiamos en que las doce campanadas se lleven todo lo malo y que el 1 de enero de 2021 sea realmente el principio de algo distinto.

Se va el año en el que se nos ha parado todo menos el calendario. Un año en el que nos hemos dado cuenta de que se tarda un segundo en destruir algo que llevamos toda la vida construyendo, que gastamos demasiado tiempo y energía en discutir por cosas que no van a ningún lado, que cualquier instante cuenta y que más vale prevenir que llorar. Que no valorábamos como debíamos la mayor parte de las cosas que hacíamos antes y que la parte restante era totalmente innecesaria.

Una aparente eternidad en la que cualquier soplo de aire fresco ha sabido a gloria porque hasta el caracol sintiéndose seguro en casa necesita sacar los cuernos al sol de vez en cuando.

Tiempo en el que el reto más importante para la sociedad ha sido respetar y no juzgar las distintas posturas y opiniones de cada uno de sus miembros, incluso los cambios de conducta de un mismo individuo a lo largo de estos meses. Me pregunto cuántas relaciones se habrán visto dañadas o se habrán roto por roces y discusiones porque algunos se están privando de todo mientras otros no se privan de nada. En lugar de decir a los demás lo que tienen que corregir sin nosotros tener intención de cambiar nada, intentemos entender que se trata de aceptar las consecuencias que tiene cada cosa que hacemos y que otros no deberían verse afectados por lo que yo haga. No se trata de que nuestras posturas sean correctas, se trata de que sean coherentes.

Quiero creer que vamos a tener tiempo de hacer todas esas cosas que tenemos en la lista, todo eso que araña la puerta deseando poder salir, aunque, conociéndonos, no confío en que cumplamos todas las promesas. Me gustaría que dejásemos de vivir como si nuestros abuelos o nuestros padres fueran eternos y que ellos no den por sentado que harán las maletas antes que los que vienen detrás. De algo nos tendría que servir este bofetón que nos ha dado la historia.

Un año en el que el sufrimiento de tantos nos hace ver que muchos somos afortunados porque este año simplemente no nos ha pasado nada. Un año en el que hemos visto muchas frases hechas, pero nos hemos dado cuenta de que la vida es otra cosa.

Lo que viene detrás de un punto y seguido, normalmente, tiene bastante que ver con lo anterior. Hagamos de 2020 un punto y aparte para que nadie piense que puede haber sido un punto y final.

Con la casa a cuestas

Hay mucha gente que lleva la cuenta de cuántos días llevamos confinados. Yo no sé dónde he dejado la mía, pero el caso es que la he perdido.

No puedo ser ni hipócrita ni egoísta. Me considero afortunada, de momento nos vamos salvando, tengo trabajo y se me ocurren mil formas de emplear el tiempo en casa, siguen faltándome horas. Por eso cuando se hace raro el “sota, caballo y rey” de todos los días, pienso en todos los que salen mal parados o los que no han salido y se me olvida durante un rato cuál era mi queja.

Este confinamiento está siendo una terapia de choque para todos. Una prueba de fuego para impacientes y egoístas que ha puesto a medio mundo al borde de un ataque de nervios. El baby boom será una realidad a partir de diciembre, el aumento de los divorcios también y mucho me temo que no serán las únicas dos estadísticas que nos sorprendan. Una de la que nadie habla y que, a mi juicio, merece más atención que las dos anteriores, es la tasa de suicidios. Que no hay mal que cien años dure, lo sabemos todos, pero tampoco hay cuerpo que lo resista. A saber cuántos de nuestros semejantes se verán tan ahogados que crean que su única salida es apretar un poquito más la cuerda.

Algunos se han dado cuenta ahora, estando aislados, de que muchos “te quiero” se les quedaron en el tintero. Son deberes que llevaba adelantados, siempre me ha parecido que se venden caros, igual que los “te admiro” y los “te necesito”. Ahora también sé que hay que dejar a la vista y al oído descansar del contacto con según qué personas y según qué comentarios, otros pensarán lo mismo sobre mí. Si salgo de esta, quedará pendiente la tarea de aislarme más a menudo, por mi bien.

Hemos creído que se podía mitigar la falta de besos y abrazos con videollamadas y con el paso de los días nos hemos dado cuenta de que no hacíamos más que engañar al estómago, que el corazón no siente hasta que los ojos no ven, son todo parches. El contacto no se sustituye con una pantalla de ordenador a través de la cual no ves la realidad del que tienes enfrente, ni cómo se queda todo cuando se apagan las luces. No se sustituye con una llamada que no quieres hacer porque sabes que la persona que está al otro lado se va a sentir peor cuando cuelgue. Tampoco con la que rechazas porque sabes que te van a hacer decir lo que no quieres escuchar en voz alta.

Parches endebles que nos hemos empeñado en remendar mientras se ha mantenido el cerrojazo. Con la famosa desescalada parecen menos necesarias las quedadas, los “¿qué tal estás?”. Quiero pensar que es porque confiamos en que los encuentros vuelven para no irse más y que damos por supuesto que todo el mundo está bien. Miedo me da pensar que la costumbre al final haga que echemos de más lo que hasta hace nada echábamos tanto de menos.

Por primera vez hemos sido potenciales máquinas de matar, impotentes al no poder hacer nada por aquellos que sufren. Nada más que quedarnos en casa, que era lo mejor que podíamos hacer, dejando el país en silencio día tras día, rompiéndolo con aplausos con un sabor agridulce, entre el agradecimiento a los que han hecho que no nos faltase de nada (político, tú no) y la desolación de que falten ya casi 30.000 personas.

Hace años escribí sobre lo antinatural que está Madrid callado, nunca es buena señal, pasó en el 11M y ha vuelto a pasar ahora. Madrid sin bullicio no es Madrid, que no nos lo quiten más, que lo de que Madrid es una ciudad solidaria ya lo sabemos, no volváis a ponerlo en duda.

Me da la impresión de que tendré que buscar la paciencia y la fuerza para aguantar lo que queda por todas las esquinas de una casa caldeada a estas alturas del calendario. No quiero tirar por la borda el trabajo mental de estos 3 meses. No quiero frustrarme porque no todo lo que hago sea digno de una story en Instagram, ni siquiera todo lo que me sale bien. No quiero sentirme mal por no dar más de sí y no llegar a todo lo que me gustaría hacer. No quiero agobiarme por no saber si no haber llorado en condiciones en todo este tiempo es algo bueno o malo.

Hemos conocido a vecinos que no sabíamos que existían, aunque estuvieran a dos metros. Nos hemos imaginado sus vidas. Nos hemos sentido cómplices de aquellos a quienes hemos visto solos. Nos hemos preocupado cuando alguno de ellos ha faltado algún día a la cita. Nos hemos emocionado con cada canción, con cada grito de ánimo. Pues a ver cuánto nos dura el zasca. A ver si somos capaces de mantener la empatía y la solidaridad y no damos con la puerta en las narices al primero que venga detrás en cuanto nos levanten la veda, que somos muy de tirar los propósitos a la basura.

A los imbéciles que se han saltado la cuarentena cuando han querido, que han aprovechado cualquier fin de semana o puente para hacer escapaditas y se han creído los más listos del país sólo les digo que ojalá no la necesiten, pero si les hiciera falta una cama en un hospital, espero que la conciencia no les permita quitársela al que ha acatado las normas.

Las dos principales enseñanzas que me llevo de un estado de alarma que parece no tener fin es que muchas veces nos quejamos de vicio y que es mejor que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Ojalá volvamos a vernos, no sé si cuanto antes es la mejor opción, seguramente no y me da igual cuando sea, sólo quiero volver a veros.

«Revota», «revota»

Y vuelta la burra al trigo, que diría mi abuela. Vuelta a sacar las urnas a la calle. Esto me recuerda a cuando me llevaba la mochila de vacaciones al pueblo. Literalmente la paseaba, no hacía ni caso a los libros. Más o menos lo que hacen ellos con nuestros votos, nada, usarlos como adoquines de su camino hacia el estrellato.

Otra fiesta de la democracia por la cara. En vez de confeti, papeletas. En vez de guirnaldas, banderolas. En vez de payasos, bueno, espera…

A quienes no han invitado a la fiesta, una vez más, es a las mujeres. Se nos llena la boca de feminismo y luego no somos capaces de poner a una sola mujer de candidata a presidenta. Otra oportunidad perdida. ¿De verdad no hay ninguna que merezca ser cabeza de cartel? Vamos, ni que el listón estuviera tan alto.

No voy a entrar a criticar el gasto que suponen unas nuevas elecciones porque es pensarlo y me pongo enferma, pero esto ya es de chiste malo. ¿Cuántas veces hemos votado en los últimos años? Dan ganas de echar la llave al Congreso y decir: «hala, estos son los números que tenéis, apañaos y apañaos ya». Eso o dar vida a Daoiz y Velarde y que custodien las puertas hasta que se pongan de acuerdo.

No he visto ninguno de los dos debates porque me pasa lo mismo que a Chus Lampreave, yo también tengo ganas de decirles: «paso total de vosotros, me aburrís». Siempre es el mismo discurso, que si vosotros sois los malos, que si nosotros somos los buenos. Oye, que hablan como si dictaran sentencia. Y dicen frases de esas que se podrían poner en una taza con la que hacerte una foto y subirla a Instagram en plan «qué guapo soy y qué poco lo digo».

Lo único bueno esta vez es que la campaña electoral dura muy poco, o al menos oficialmente. Como si no viviésemos en una campaña electoral continua.

Es que no se salva ni uno, el que no peca de una cosa, peca de otra. Lo que más me molesta es que no veo a nadie que quiera ganar por el bien del país, sino por aspiraciones propias. Me da la impresión de que no les interesa desbloquear esto y se agarran a un clavo ardiendo con tal de dormir en la Moncloa. Quizás no se han dado cuenta, pero hay algo en lo que parecen estar de acuerdo todos. En la cabeza de cada uno me imagino esta frase retumbando: «si tengo la mínima esperanza de ponerme yo, a ver para qué voy a ponerte a ti».

Total, que se me va a hacer la jornada de reflexión eterna. Que digo yo, lo de la reflexión, ¿no les vendría mejor a ellos?

«Revota», «revota» y en tu culo explota, decíamos de pequeños. Mientras no nos explote en la cara…