Con la casa a cuestas

Hay mucha gente que lleva la cuenta de cuántos días llevamos confinados. Yo no sé dónde he dejado la mía, pero el caso es que la he perdido.

No puedo ser ni hipócrita ni egoísta. Me considero afortunada, de momento nos vamos salvando, tengo trabajo y se me ocurren mil formas de emplear el tiempo en casa, siguen faltándome horas. Por eso cuando se hace raro el “sota, caballo y rey” de todos los días, pienso en todos los que salen mal parados o los que no han salido y se me olvida durante un rato cuál era mi queja.

Este confinamiento está siendo una terapia de choque para todos. Una prueba de fuego para impacientes y egoístas que ha puesto a medio mundo al borde de un ataque de nervios. El baby boom será una realidad a partir de diciembre, el aumento de los divorcios también y mucho me temo que no serán las únicas dos estadísticas que nos sorprendan. Una de la que nadie habla y que, a mi juicio, merece más atención que las dos anteriores, es la tasa de suicidios. Que no hay mal que cien años dure, lo sabemos todos, pero tampoco hay cuerpo que lo resista. A saber cuántos de nuestros semejantes se verán tan ahogados que crean que su única salida es apretar un poquito más la cuerda.

Algunos se han dado cuenta ahora, estando aislados, de que muchos “te quiero” se les quedaron en el tintero. Son deberes que llevaba adelantados, siempre me ha parecido que se venden caros, igual que los “te admiro” y los “te necesito”. Ahora también sé que hay que dejar a la vista y al oído descansar del contacto con según qué personas y según qué comentarios, otros pensarán lo mismo sobre mí. Si salgo de esta, quedará pendiente la tarea de aislarme más a menudo, por mi bien.

Hemos creído que se podía mitigar la falta de besos y abrazos con videollamadas y con el paso de los días nos hemos dado cuenta de que no hacíamos más que engañar al estómago, que el corazón no siente hasta que los ojos no ven, son todo parches. El contacto no se sustituye con una pantalla de ordenador a través de la cual no ves la realidad del que tienes enfrente, ni cómo se queda todo cuando se apagan las luces. No se sustituye con una llamada que no quieres hacer porque sabes que la persona que está al otro lado se va a sentir peor cuando cuelgue. Tampoco con la que rechazas porque sabes que te van a hacer decir lo que no quieres escuchar en voz alta.

Parches endebles que nos hemos empeñado en remendar mientras se ha mantenido el cerrojazo. Con la famosa desescalada parecen menos necesarias las quedadas, los “¿qué tal estás?”. Quiero pensar que es porque confiamos en que los encuentros vuelven para no irse más y que damos por supuesto que todo el mundo está bien. Miedo me da pensar que la costumbre al final haga que echemos de más lo que hasta hace nada echábamos tanto de menos.

Por primera vez hemos sido potenciales máquinas de matar, impotentes al no poder hacer nada por aquellos que sufren. Nada más que quedarnos en casa, que era lo mejor que podíamos hacer, dejando el país en silencio día tras día, rompiéndolo con aplausos con un sabor agridulce, entre el agradecimiento a los que han hecho que no nos faltase de nada (político, tú no) y la desolación de que falten ya casi 30.000 personas.

Hace años escribí sobre lo antinatural que está Madrid callado, nunca es buena señal, pasó en el 11M y ha vuelto a pasar ahora. Madrid sin bullicio no es Madrid, que no nos lo quiten más, que lo de que Madrid es una ciudad solidaria ya lo sabemos, no volváis a ponerlo en duda.

Me da la impresión de que tendré que buscar la paciencia y la fuerza para aguantar lo que queda por todas las esquinas de una casa caldeada a estas alturas del calendario. No quiero tirar por la borda el trabajo mental de estos 3 meses. No quiero frustrarme porque no todo lo que hago sea digno de una story en Instagram, ni siquiera todo lo que me sale bien. No quiero sentirme mal por no dar más de sí y no llegar a todo lo que me gustaría hacer. No quiero agobiarme por no saber si no haber llorado en condiciones en todo este tiempo es algo bueno o malo.

Hemos conocido a vecinos que no sabíamos que existían, aunque estuvieran a dos metros. Nos hemos imaginado sus vidas. Nos hemos sentido cómplices de aquellos a quienes hemos visto solos. Nos hemos preocupado cuando alguno de ellos ha faltado algún día a la cita. Nos hemos emocionado con cada canción, con cada grito de ánimo. Pues a ver cuánto nos dura el zasca. A ver si somos capaces de mantener la empatía y la solidaridad y no damos con la puerta en las narices al primero que venga detrás en cuanto nos levanten la veda, que somos muy de tirar los propósitos a la basura.

A los imbéciles que se han saltado la cuarentena cuando han querido, que han aprovechado cualquier fin de semana o puente para hacer escapaditas y se han creído los más listos del país sólo les digo que ojalá no la necesiten, pero si les hiciera falta una cama en un hospital, espero que la conciencia no les permita quitársela al que ha acatado las normas.

Las dos principales enseñanzas que me llevo de un estado de alarma que parece no tener fin es que muchas veces nos quejamos de vicio y que es mejor que no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Ojalá volvamos a vernos, no sé si cuanto antes es la mejor opción, seguramente no y me da igual cuando sea, sólo quiero volver a veros.

2 comentarios en “Con la casa a cuestas

  1. Madrid dejando que lo más audible fueran sus pájaros es algo que a mí también me ha sorprendido, no ocurre ni en agosto, cuando la ciudad parece dormida.
    Yo me pregunto como lo haces tú si los que hemos tenido el privilegio de no sufrir pérdidas personales en esta crisis sacaremos alguna lección positiva de ella. Sólo el tiempo nos dará alguna respuesta.
    Dejamos en el tintero el abrazo, que te quiero mucho ya lo sabes 😉

    • Bueno, nos hemos librado, de momento, eso también lo dirá el tiempo. Yo también te quiero, pero ahora la nueva generación tiene preferencia :). A ver si podemos darnos ese abrazo pronto

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